14 Febbraio 2017 – EL CULTURAL

El Círculo de Bellas Artes inaugura la exposición La cuestión del dibujo, que reúne una selección de más de medio centenar de dibujos de Francis Bacon cedidos por Cristiano Lovatelli, periodista y pareja del pintor británico.

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Retrato de Cristiano Lovatelli Ravarino, 1992 y, a la derecha, Papa, 1990

Existen pocas cuestiones tan controvertidas en la historia del arte contemporáneo reciente como la de los dibujos de Francis Bacon. ¿Bacon dibujaba? Durante años prevaleció la idea de que el pintor británico no se valía del dibujo en su trabajo, como él mismo afirmó hasta la saciedad en cuanto tenía la más mínima oportunidad, contribuyendo a crear la imagen, tan eficaz comercialmente, del genio inspirado cuya obra aparece sobre el lienzo mágicamente mediante una especie de acto chamánico. Sin embargo, una entrevista grabada en vídeo a comienzos de su carrera con su interlocutor más habitual, el crítico David Sylvester, contradice estas afirmaciones. En la cinta, Bacon admite que realiza dibujos, pero aclara con pudor que los deja a un lado a la hora de pintar y que nunca los vuelve a mirar.
La aparición de diversos dibujos ya había resquebrajado la imagen del artista investido de poderes cuasi sobrenaturales que manifestaba Bacon, algo a lo que contribuye de manera poderosa la apabullante colección de dibujos que el Círculo de Bellas Artes expone bajo el título Francis Bacon. La cuestión del dibujo, donde se nos muestra a un Bacon tan excepcionalmente dotado para el dibujo como lo estuvo para la pintura. La muestra, comisariada por Fernando Castro Flórez, consta de medio centenar de obras sobre papel, papas, crucifixiones, retratos (y autorretratos), torsos y cabezas, procedentes de la colección de más de seiscientos dibujos de Cristiano Lovatelli Ravarino. Este periodista italiano, amigo íntimo y pareja del pintor durante años, recibió estos dibujos fechados y firmados como regalo de manos del propio Bacon entre 1977 y 1992.
Tras su fallecimiento, se encontró, por ejemplo, en su estudio de Reece Mews en Londres, un lienzo recién empezado con un magnífico dibujo a escala real de la composición que se disponía a pintar; y cuando, más tarde, desmontaron el estudio para reconstruirlo en Dublín, se descubrieron numerosos dibujos sobre recortes de papel, si bien es verdad que algunos eran simples garabatos. Algo similar ocurrió con el archivo de Barry Joule, una especie de chico para todo al que Bacon entregó poco antes de su muerte una gran cantidad de dibujos, cuya donación a la Tate Gallery en 2004 provocó una ácida polémica en Reino Unido. Joules recibió duras críticas de los compañeros y amigos de Bacon, y aún más duras de los seguidores y admiradores del artista, que lo acusaron de realizar (o al menos de promocionar) falsificaciones.
A pesar de la incontestabilidad de la mano de Bacon en los diversos dibujos, el debate sigue encendido entre los profesionales del arte. Son muchos los expertos que discuten la autenticidad de la obra dibujística de Bacon y, si aceptan su autoría, no dejan de subrayar que en este artista los dibujos no son nunca un fin en sí mismos. En un artículo publicado en el New York Review of Books en diciembre de 2009, el historiador del arte John Richardson aseguró que no es que Bacon no dibujase sino que no sabía hacerlo: “Para Bacon no haber asistido nunca a una escuela de arte era un motivo de orgullo. Con ayuda de un pretencioso pintor australiano, Roy de Maistre, aprendió a pintar, para lo que resultó tener un gran talento, pero lamentablemente nunca logró aprender a dibujar. Era incapaz de articular una figura o su espacio y estropeaba por esta razón un cuadro tras otro”.
Esta tesis carece de todo fundamento para el comisario y crítico de arte británico Edward Lucie-Smith, que reconoce que el tema de los dibujos de Bacon “ha resultado ser motivo de vergüenza para un sector de la institución británica del arte”. Además Lucie-Smith asegura que “si bien el material que se descubrió en el estudio de Bacon tras su muerte resulta problemático por su falta de calidad artística, no se puede decir lo mismo de los dibujos que se recogen aquí, muchos de los cuales son ambiciosos, de gran formato, están firmados y se realizaron con la evidente intención de que fuesen obras de arte por sí mismos y no bocetos de cuadros. En muchos aspectos parece que condensan la esencia de lo que Bacon quería lograr”.

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Papa, 1989 y, a la derecha, Crucifixión, 1986

Pero entonces la pregunta que podríamos hacernos sería, ¿por qué se realizaron y por qué se han mantenido ocultos, al menos en parte, durante tanto tiempo? Para Lucie-Smith, se hace evidente que “al final de su vida quiso experimentar con un medio que siempre se le había resistido. También parece que quiso corregir algunos errores cometidos en el pasado: una característica que llama la atención de esta serie de dibujos es que, a pesar de que pertenecen a la última década de la actividad artística de Bacon, retoman temas de trabajos muy anteriores en su carrera, motivos que le interesaban en los años cincuenta”. En opinión del crítico, Bacon solía expresar su insatisfacción con los primeros trabajos que le dieron fama, y estos dibujos son intentos de hacerlos mejor. En particular, reflejan su preocupación por la colocación de la figura en el espacio, cuestión a la que había aludido John Richardson, aunque también muestran la preocupación de un anciano Bacon por la calidad de su legado artístico.
“El mito de que Bacon no dibujaba se ha mantenido durante décadas, aunque lo cierto es que sí lo hacía” sostiene también, rotundo, el comisario de la exposición Fernando Castro Flórez, que viajó a Bolonia a conocer la colección y seleccionó 50 obras. “La cantidad y calidad de las obras que forman parte de la Francis Bacon Foundation of drawings dontated to Cristiano Lovatelli Ravarino no impone la idea de que sean trabajos preparatorios o meros divertimentos, al contrario, son piezas en las que se advierte el empeño y la voluntad de Bacon“. También asegura el experto, que “es conocido que Bacon tenía un estricto sentido autocrítico y que no daba por válida sino una mínima parte de su producción. Normalmente destruía estos bocetos tan pronto como comenzaba el cuadro. Sin embargo, al cabo de algunos años algunos de estos bosquejos escaparon a la destrucción ritual. Los que salieron a la luz muestran una fluidez de movimiento y una seguridad de propósito que echan por tierra las suposiciones previas de que Bacon no sabía dibujar. Más bien parece que no quería dibujar más allá de lo que fueran las ideas básicas para un cuadro”.
“La cuestión del dibujo no puede seguir manteniéndose, en torno a la obra de Bacon, como una suerte de ‘mito negativo’. Para él, el acto de dibujar formaba parte del acto de pintar, sin que nada hubiera que separara a ambos”, determina Castro Flórez, que asegura que la mano de Bacon es indudable en los dibujos. “El legado que deja es extraordinario, no sólo por lo abundante, sino por lo coherente con la parte de su obra que sí conocemos a fondo”. Una obra, en la que Bacon introduce de forma visceral lo maravilloso, extraño, imprevisible, horrendo o monstruoso, configurando un código estético tan consolidado como abierto, constituido por la grandeza del arte de la representación figurativa, por la afirmación existencial del sentimiento de lo trágico, y por la proyección de los aspectos físicos del cuerpo humano en los dominios de lo sexual, lo psicológico y lo social.
La grandeza de la obra de Francis Bacon arranca de la dignidad majestuosa que caracteriza su concepción de la pintura como arte de representar. En última instancia las experiencias densas del pensamiento y del arte topan con el carácter enigmático de la realidad, lo que produce una intensificación de la conciencia que tenemos del mundo. Ciertamente, lo que pinta Francis Bacon es aquello que conocemos de sobra, aquello que está en la cima del pavor y del placer: el hombre. Si su testimonio plástico es brutal, también hay que decir que en ese entorno de revelaciones escabrosas se produce un insólito destello de oscura y rara belleza. “Creo que el arte es una obsesión de vida, declaró Francis Bacon, “y, después de todo, dado que somos humanos, nuestra mayor obsesión somos nosotros mismos”.
Afirmaba el artista, que sus imágenes son “una concentración de la realidad y una taquigrafía de la sensación”. Para Bacon, “la realidad es lo que existe”. Quería pintar los hechos, “o lo que solía llamarse verdad”, retratar a individuos en permanente estado de inquietud, presentar las cosas del modo más directo y crudo, sin miedo a presentar algo horrible. “Solo intento”, declaró en su día el pintor, “construir imágenes partiendo de mi sistema nervioso y con la mayor exactitud posible. No sé siquiera lo que significan la mitad de ellas. Yo no quiero decir nada”.

EL CULTURAL – ANDRÉS SEOANE

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